El caos de escribir

Para escribir requerimos de cierto desorden. Se necesita una serie de sentimientos aglomerados en el pecho que busquen atravesar la garganta. No obstante, por alguna oscura razón, finalmente, estas sensaciones resultan imposibles de comunicar.

Nada le ha pasado a quien escribe o,probablemente, todo. El escritor o la escritora ha visto lo que no debiera ver, ha sentido más allá de lo debiera sentir. Agitación e inquietud se almacenan en su cuerpo. Tiene deseos de comunicar pero no puede o no sabe cómo y la hoja se convierte en ese espacio para plasmar sus ideas, para decir aquello que lo ha transgredido.

La inspiración está en aquello que lo ha traspasado, en aquello que casi lo deja ciego o sordo. Con esa desesperación que lo invade, toma el papel o se sienta frente al ordenador y plasma todo aquello que aparece en curso. 

Para escribir se necesita de cierto caos, de un exceso, de la experiencia que arremete contra el orden natural de las cosas. Quien escribe utiliza eso que ha puesto al límite su psiquismo. Escribe para resignificar el impacto. O escribe para recrear una idea a la que se une.

La escritora se hace una con su texto, lo amamanta, le da savia de su pecho. Lo cuida y cría como a un pequeño, busca que nada le falte ni que nada lo exceda, intenta hacerlo a imagen y semejanza de lo divino.

Lo que leemos es una materialización producto de las emociones efervescentes nacidas del cuerpo de quien escribe. «¡Tengo una idea!», es el clímax. Luego de eso sigue trabajo, esfuerzo y perseverancia.

Se necesita de cierto caos para escribir pero también de cierto orden. ¿Es posible que quien escribe quiera ejercer cierto control sobre la experiencia, una especie de dominio sobre aquello que lo rebasa? Escribe para manifestar lo que quiso decir y no dijo, lo que quiso hacer y no hizo.

Cada texto es una transfiguración. El verbo hecho carne mediante la asistencia de su Dios. El sufrimiento de no decir, la huella del silencio que se palpa en cada creación.

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