La lucidez es consciencia

No tengo nada que decir, solo que no puedo ver. Afuera no está oscuro, tampoco es de noche, solo no puedo ver. ¿Basta decir “quiero ver” para que de pronto el día se aclare?

Venimos al mundo con un deseo. Nacemos con la voluntad de ver. Frente a nuestros ojos se devela el mundo, el brillo casi enceguecedor al que estamos expuestos. Es cierto que nacemos solos y crecer rodeados de seres humanos no suprime el impacto, el trauma o el dolor. 

Quiero ver. ¿Acaso basta la voluntad para que se haga luz en el día? Vivimos en las tinieblas y preferimos avanzar a tientas así la luz esté frente a nuestros ojos. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué ese niño que buscaba claridad ahora ha aceptado las tinieblas? La lucidez es dolorosa, punzante: hiere. 

Para ver el mundo sufrimos, el único placer es el saber de la lucidez, la consciencia de ver cómo es la realidad. El placer está en la satisfacción de entender, pero el deleite de ver es breve y la sensación de dolor muchas veces lo excede.  

Hay soledad en la lucidez. En medio de la quietud, del silencio, vemos aquello que sobrepasa: El mundo avanza, todos corren mientras nosotros preguntamos “por qué”. ¿Acaso hay alguien con quién compartir el hallazgo? Liberar a otros de las tinieblas parece ser tarea de quien ha alcanzado avistar algo. Misión propia es la de romper las ataduras, salir de la opresión de lo rutinario, cuestionar el pensamiento monótono, encontrar luz en lo profundo.

La lucidez está para reconocerse solo y para saber que hay otros, para avanzar con consciencia del mundo. La lucidez no es un fin, es un modo, una práctica. Es un trabajo que se realiza desde bien iniciada el alba. La lucidez no es memoria, sino ejercicio reflexivo, voluntad de análisis, capacidad para dilucidar, agudeza. La lucidez es consciencia.

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